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La nacionalización de YPF es el último golpe de timón, pero que me interesa analizar no en sí mismo sino en contraste con golpes de timón previos. En su conjunto, estos abruptos cambios de rumbo revelan profundas tensiones irresueltas en el zigzageante devenir kirchnerista, que oscila entre polos que reproducen y erosionan viejas formas de dominación.
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La demoledora re-elección de Cristina en octubre de 2011 abría la posibilidad de que, ante una correlación de fuerzas más favorable, el gobierno empezara a revisar algunas de sus viejas y pesadas cuentas pendientes, entre ellas la devastación sojera-minera sobre la que se sustenta “el modelo”, las alianzas con capitalistas amigos en el manejo de los trenes e YPF, o las alianzas con gobernadores impresentables como Insfrán en Formosa o Soria en Río Negro. Tímidamente, los intelectuales de Carta Abierta apuntaron a esta deuda pendiente luego de las elecciones en aras, señalaron, de hacer del kirchnerismo un proyecto de mayor “igualdad”.
El nuevo gobierno de Cristina, sin embargo, dio un golpe de timón en la dirección opuesta, que se alejó de la horizontalidad de la calle y consolidó la verticalidad de la forma política Partido-Líder. El tono cambió notablemente, siguiendo de hecho una tendencia que se ha dado en países aliados como Bolivia o Ecuador, donde se incrementó la conflictividad entre el Estado y movilizaciones sociales. Gobiernos que fueron producto de las grandes insurrecciones populares contra el neoliberalismo que se dieron en América del Sur entre 2000 y 2003 empezaron a mostrarse cada vez más hostiles frente a las protestas que demandaban la aceleración de la promesa de mayor igualdad.
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En la Argentina, esta nueva actitud hizo que muchos de quienes habíamos apoyado el anterior golpe de timón entráramos en un período de creciente zozobra. Uno tras otro, los anuncios del gobierno eran en su gran mayoría decepcionantes; en algunos casos fueron traiciones, como la sanción de La Ley Antiterrorista dictada desde Washington y el G-20, que marcó para muchos un punto de inflexión. El mismo gobierno que en años previos se había apoyado en formas de militancia democratizante ahora adoptaba marcos legales de corte imperial que podían ser usados contra esa misma militancia, usando el lenguaje del “terrorismo” en un país donde este término es sólo usado por los nostálgicos de la dictadura. La ruptura con el sindicalismo organizado y el fin de los subsidios a servicios públicos en nombre de “la sintonía fina” era otro síntoma claro de la introducción de políticas de ajuste light, disfrazadas con eufemismos del marketing neoliberal.
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Este giro alejado de la calle y articulado en alianzas con sectores concentrados de poder hizo sin duda eclosión con la masacre en la estación de Once, cuando la política oficial de capitalismo de amigos subvencionado por el Estado colapsó de la manera más dramática y generó intensos debates y cuestionamientos al interior de simpatizantes progresistas del gobierno, cada vez más perplejos con el nuevo rumbo, lo que se reflejó fuertemente en muchos blogs. Poco después, se aceleraría la crisis con YPF-Repsol ante el fracaso de la política oficial de convocar a “la burguesía nacional” para generar una nueva política de hidrocarburos. Pero fue justamente este fracaso y tal vez el reconocimiento de que el gobierno necesitaba recuperar su vieja mística el que, en estos días, llevó a un nuevo golpe de timón.
La nacionalización de YPF marca un nuevo punto de inflexión en la contradictoria y zigzageante historia del kirchnerismo. Si bien retoma el lenguaje nacionalista desempolvado con el tema Malvinas, la expropiación marca una confrontación de otro tipo, para nada "simbólica": en el frente externo, una confrontación directa con la mayor multinacional española y con España y la Unión Europea. En el frente interno, implica desarmar uno de los núcleos neoliberales que persistían en la Argentina y uno de los mayores legados del menemismo, como lo fue la privatización de un recurso estratégico como los hidrocarburos. En el ámbito de los afectos políticos, la nacionalización ha repentinamente despertado fervor en el ala progresista kirchnerista, desinflado por el giro de los meses previos. En los medios privados y la derecha macrista, se ha despertado el viejo cuco del kirchnerismo como un castrismo-chavismo rioplatense que de repente desafía nuevamente a sectores concentrados de poder. Que Cristina confronte a un gobierno español claramente reaccionario e implacable en su compromiso con una agenda neoliberal no deja de favorecer este nuevo posicionamiento que vuelve a alimentar, al menos en estos días, la mística del kirchnerismo como proyecto anti-neoliberal.
Pero la metáfora del timón, claro está, tiene sus límites. Un gobierno no es un barco, un objeto que se mueve en una misma dirección, sino un entramado de prácticas y políticas diversas y contradictorias que se mueven y avanzan a distintas velocidades y pulsos. La nacionalización de YPF, que celebro, coexiste con las políticas de los meses previos y no necesariamente se contradice con ellas. Y es muy temprano como para saber cómo estas políticas se entrelazarán en el mediano plazo. Los que apoyamos la reconstitución de una YPF con dominio estatal y cuestionamos, al mismo tiempo, el entusiasmo oficial por el avance sojero-minero lo hacemos porque el adversario es en ambos casos el mismo: multinacionales con una dinámica de acumulación capitalista hostil al interés público. El nuevo golpe de timón cambia una vez más la escena política y reabre, abruptamente, espacios sobre los que es posible profundizar la expansión de lo público por sobre intereses corporativos. Pero ello no debe oscurecer las señales de alerta que, al mismo tiempo, contradicen la idea de un proyecto de igualdad. El kirchnerismo es la consolidación política, a largo plazo y con un devenir contradictorio, de las energías colectivas creadas en la insurrección de diciembre de 2001. Su éxito dependerá de la consistencia con la cual se posicione, en la práctica, frente a ese legado.
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