En la década kirchnerista se ha consumado
la mayor devastación de árboles de la historia argentina. Sólo en el año 2012,
más de cuarenta millones de árboles han sido destrozados por topadoras y sus
restos quemados para crear campos de soja con el apoyo entusiasta del gobierno
nacional y los sectores más conservadores de la oposición anti-K. Esta hecatombe se suma a los restos de cientos de millones de árboles
carbonizados en años previos. En el Chaco salteño, en el norte de Santiago del
Estero y en las tierras bajas de Jujuy he visto cómo opera la destrucción del espacio de los agronegocios: mandando topadoras y matones con la actitud que Hollywood
presenta como ficción en la película Avatar,
donde topadoras seguidas de hombres armados destruyen árboles gigantescos y remueven a sus habitantes
originarios a la fuerza por ser obstáculos para el maximización del lucro.
A pesar de ser la responsable política de no
poner coto a la inmolación de millones de árboles, Cristina Kirchner declamó hace
poco, con tono épico, que “no vamos a tirar un sólo árbol”. Y agregó: “Los
árboles no se tocan, son sagrados”. Los árboles sólo podrán ser cortados “sobre
mi cadáver”, remató, en la afirmación más surrealista que haya hecho en todo su mandato. Después de todo, Cristina ha sido todo este tiempo la conductora de una topadora gigantesca que arrasa con multitudes de árboles tan vastas que su inmolación deja columnas de fuego y humo que se pierden en el horizonte. También fue surrealista pero también emotivo el ensayo cargado de afecto por los árboles que Ricardo Foster, talentoso filósofo oficialista y miembro activo de Carta Abierta, escribió en estos días en Página/12. Allí Foster proclamó su "amor" incondicional por los árboles por su "bondad y lealtad" así como su "odio" hacia quienes los destruyen. Foster agregó: "Siento en ellos cómo brota lo esencial, lo que perdura, aquello que sortea la frivolidad de los portadores de falsa eternidad".
La repentina pasión y amor por los
árboles de Cristina y su vocero filosófico, claro está, fue generada por
una coyuntura política particular: las protestas que generó en Buenos Aires la
tala de algo más de cien árboles en la ciudad por parte de líder máximo del
anti-kirchnerismo nacional, Mauricio Macri. Pero lo que define a estas
intervenciones fuertemente emocionales en contra de la destrucción de los árboles no es tanto su obvio
oportunismo sino la forma en que su notable selectividad por defender ciertos
árboles, y no otros, expresa una geografía afectiva particular, definitoria de
lo que propongo llamar La Argentina
Blanca. Esta es una categoría compleja, evasiva, que es importante analizar
justamente porque la blanquitud y sobre todo su naturalización en percepciones afectivas del espacio es
uno de los grandes temas hechos invisibles y tabú en las narrativas dominantes de la Argentina. El viejo argumento, que ya no convence a nadie, de que “acá no hay problemas de racismo” es el mejor ejemplo de que La Argentina Blanca tiende a tener una actitud negadora de su propia existencia y de su racismo constituyente. Pero valga aclarar
que no concibo a La Argentina Blanca como un objeto acotado reducible a la gente
argentina que es “blanca” o descendiente de europeos. De la misma manera que
hay argentinos rubios y de ojos celestes como Osvaldo Bayer que siempre han
luchado contra La Argentina Blanca, hay argentinos con sangre indígena como el ex-gobernador de Salta Juan Carlos Romero que siempre han sido sus grandes defensores. La Argentina
Blanca es un proyecto político-espacial y una postura espacial y afectiva que han sido definitorios de la historia nacional: el intento de hacer del país un lugar blanco y libre de
indios-mestizos-negros, o por lo menos un lugar donde no se note demasiado que la mayoría de la nación es morocha. Este es un proyecto utópico y acosado por el vértigo (y sobre todo el asco) que le
genera la imposibilidad de su realización ante la realidad de las multitudes con
rasgos indígenas (“esos negros de mierda”), pero que ha definido a las elites
nacionales desde las masacres de gauchos lideradas por Sarmiento en Cuyo y las
masacres de indios lideradas por Roca y Victorica en Pampa-Patagonia y el Gran
Chaco hace ya más de un siglo.
La gran paradoja es que el kirchnerismo, montado del
contra-poder popular constituido en las calles por la insurrección de 2001, ha sido el primer
proyecto político desde Perón que le disputa poder, de igual a igual, al ala
más reaccionaria y racista de La Argentina Blanca. De allí el profundo odio que
el núcleo duro de La Argentina Blanca expresa por el “populismo zurdo” de La
Yegua y por esos "negros de mierda" que la votan "por un plan y zapatillas". Ese es, sin duda, el gran mérito histórico del kirchnerismo: haber desafiado a los viejos dueños de la Argentina, que crearon su riqueza sobre el saqueo capitalista del "desierto". Pero la voluntad de Cristina de desafiar tiene claros límites. Aliándose con lo peor de los feudalismos provinciales, el
kirchnerismo ha apretado el acelerador de la maquinaria destructiva con la que La
Argentina Blanca, la misma que lideró las protestas de "el campo”, está arrasando
con espacios mestizos-criollos-indígenas en zonas rurales. El que Cristina y Foster digan sentirse afectados y emocionados por la destrucción de árboles como si millones de árboles nunca
hubieran sido destruidos por el modelo sojero que ambos promueven confirma algo
importante, y que el ala izquierda del kirchnerismo (o lo que queda de ella) sólo
puede seguir tolerando a su propio riesgo. Lo que el silenciamiento de la incineración de los árboles del norte hace transparente es cómo el gobierno ha abrazado como propio, con su retórica progre
y sus planes sociales financiados con el saqueo rural, el proyecto espacial y afectivo de La
Argentina Blanca: el hecho que no los afecte la devastación de millones y millones de árboles igualmente vivos y e igualmente nobles en nombre del progreso (siempre el progreso), pues esos árboles son sentidos como que no cuentan por ser parte de una geografía lejana al ideal europeo de La Agentina Blanca. Esas zonas pobres de árboles sin valor que alimentan, como hace un siglo, formas aceleradas de despojo.
Pero es necesario hurgar más detenidamente en los parámetros raciales y espaciales que se esconden detrás de los recientes llamados a inculcar un afecto con los árboles como seres nobles que son parte viva de nuestra tierra. Foster aclara de entrada que su “elogio y defensa de los árboles” está geográficamente delimitado. Su ensayo es un homenaje a “los árboles de Buenos Aires”: esto es, los árboles
de La Argentina Blanca. Esta localización hace invisible esos otros árboles: los sacrificados en el altar del modelo extractivo kircherista. Macri, desde ya, cultiva exactamente la misma geografía afectiva y con la misma selectividad. El líder del PRO, puesto contra las cuerdas por meter
motosierras en plena Avenida 9 de Julio, replicó que el gobierno nacional había
destruido más árboles que él. Los árboles se volvieron, de repente, armas
políticas incluso para un miembro de la elite de La Argentina Blanca. Siendo justamente la Gran Esperanza Blanca de la vieja guardia de La
Argentina Blanca, claro está que Macri no se refería a esos millones de árboles
devastados en tierras mestizas cuya destrucción él también apoya con entusiasmo
(después de todo, el delfín del PRO en Salta es el “Rey de la Soja” Alfredo
Olmedo, destructor de cientos de miles de hectáreas de árboles y feroz
expropiador de tierras criollas e indígenas). Al igual que los árboles de
Foster y Cristina, los ejemplares vegetales cuya destrucción Macri denunció están
en la gran urbe de La Argentina Blanca: los que, según él, tiró abajo el
gobierno nacional para hacer la exposición de Tecnópolis. Abanderada de una nueva
causa, Cristina respondió con un gran despliegue, mostrando fotos satelitales del
predio de Tecnópolis antes y después de la feria que “demostraban” que tal destrucción de árboles no había existido. Estos cruces verbales en defensa de los árboles están marcados por una misma mirada que está sesgada en su espacialidad. Esto nos muestra que Macri, Cristina
y Foster comparten, a pesar de sus peleas, el mismo paradigma espacial y afectivo de una nación que
está tan racializada que ni los árboles escapan a la obsesión no del todo conciente de hacer invisibles a los espacios indios-mestizos, como espacios que cuentan menos que aquellos celebrados por La Argentina Blanca. Dime
qué tipos de árboles te preocupan y cuáles ignoras, y dónde está cada uno, y te diré quién eres.
Cristina agregó un detalle no menor
sobre cuáles son las geografías del país donde los árboles sí tienen valor. Cuando dijo que los árboles son “sagrados”, aclaró
“por lo menos aquí en El Calafate”. La Patagonia ha sido un espacio neurálgico en
el proyecto de blanquear y por ende de-indianizar el espacio de la nación. Las elites nacionales siempre
han hecho grandes esfuerzos por europeizar la Patagonia y hacerla parecer física
y arquitectónicamente a los Alpes suizos o alemanes, como lo demuestra
cualquier visita al centro de Bariloche, donde la estatua de Roca está rodeada
de una arquitectura que remite a los Alpes. Y ello ha significado presentar a la
numerosa población mapuche originaria de la Patagonia como “extranjeros chilenos”, como lo
hace regularmente en La Nación
Rolando Hanglin, uno de los voceros más desinhibidos del racismo de La
Argentina Blanca. La inclusión de Cristina de los árboles patagónicos dentro de aquellos a los que sólo se podría talar “sobre mi cadáver” confirma cuál es, y dónde está, el tipo
de árboles que ella nunca destruirá.
Los centenares de millones de árboles igualmente argentinos
que han sido hechos pedazos y siguen siendo devorados por la voracidad despiadada de “boom
sojero” no cuentan para Cristina o Macri como realmente existentes porque no están en Buenos Aires o en la Patagonia sino en los
espacios más mestizos e indígenas del territorio argentino: Santiago del
Estero, Salta, Chaco, Formosa. Estos son reductos de las poblaciones rurales que
descienden de aquellas personas que ocupaban el país antes de que llegaran los
barcos huyendo de la miseria de Europa, y que ahora están siendo sometidas a un acelerado proceso de saqueo y expropiación. En la escala de valores de La Argentina
Blanca, en estos lugares de calor, polvo y pieles oscuras el valor degradado de sus
árboles es equivalente al valor degradado de sus gentes . Esos son árboles y
personas que, como diría Jacques Ranciere, no cuentan: un conglomerado de maderas de algarrobos, quebrachos,
palos borrachos y de carne de seres humanos wichí, criollos, tobas que conviven
bajo una misma geografía desgarrada. Este amalgama humano-vegetal siempre ha sido
mirado con desprecio y de reojo desde Buenos Aires, Rosario o El Calafate como esa
zona exótica, extraña, distante, no-blanca
de la Argentina.
Mientras en los centros de poder se cantan
loas contra la destrucción de los árboles de La Argentina Blanca, todos los días miles de árboles en
Santiago del Estero o Salta caen bajo las topadoras de quienes promulgan, como
diría Foster, "la frivolidad de los portadores de falsa eternidad". Si estos árboles de piel oscura que son despojados de valor, nobleza y bondad sobrevivirán en el
futuro, en espacios cada vez más reducidos, no será por la sensibilidad de las
elites urbanas sino porque la gente que vive a su alrededor le pone el cuerpo,
desde hace años y con crecientes formas de organización y solidaridad, a las topadoras
y a los matones armados que los acechan. Y ellos saben mejor que nadie de qué lado está
Cristina: defendiendo en público a los gobernadores de las provincias donde
campesinos e indígenas son asesinados cada vez con mayor frecuencia, como si
estuviéramos en esa Argentina despiadada de hace un siglo donde (como escribió
Sarmiento) la sangre de gauchos e indios era barata y desechable: la época dorada del “granero
del mundo” a la que La Argentina Blanca, esta vez de la mano de la soja, siempre
sueña con volver.