Este texto es la traducción de The Killable Horde, publicada el 4 de
septiembre en este blog (traducción del inglés de Antonio Doval Borthagaray)
La película Guerra Mundial Z incluye
varias escenas en las que soldados matan a enormes cantidades de zombies; no es
casual que la película termine con una imagen que simboliza la victoria de las
fuerzas mundiales de seguridad sobre la epidemia planetaria zombie: enormes pilas
de cadáveres, tan grandes que forman empinadas colinas. Estos cadáveres de
zombies epitomizan la idea de la horda aniquilable, compuesta de cuerpos que
son tan peligrosos, incontrolables y desprovistos de humanidad que deben ser asesinados “en defensa
propia.” La idea de llamar a esta violencia “un crimen” es impensable. Este es
el momento en que las ideas de Agamben sobre “el estado de excepción” se
vuelven palpablemente reales: cuando gente que se autodefine como civilizada
condena el asesinato excepto cuando
involucra una horda deshumanizada y percibida como aterrorizante.
Los zombies que la industria del cine presenta como aniquilables son
la manifestación ficcionalizada de las multitudes humanas que son consideradas
asesinables en todo el mundo, desde Gaza a Ferguson, Missouri. Los poderosos siempre
han marcado a las poblaciones oprimidas como salvajes, atemorizantes y aniquilables
sin culpa. La reciente popularidad de discursos sobre derechos humanos y
humanitarianismo no parecen haber socavado el poder de esta disposición visceral
hacia la vida y la muerte. El comentarista conservador Ben Stein, por ejemplo,
justificó el asesinato de Michael Brown por la policía en Ferguson con el
fundamento de que, en sus palabras, “él no estaba desarmado,” porque “él estaba
armado con su increíblemente fuerte y atemorizante ser” (his incredibly strong,
scary seflf) y que el policía, entonces, estaba justificado de sentirse
amenazado y de dispararle seis tiros. Los defensores de la masacre indiscriminada
de civiles por la violencia israelí en Gaza expresan argumentos igualmente
desconcertantes que reproducen la imagen de que los palestinos, por definición,
dan miedo. Mencionar la palabra “Hamas” parece suficiente para justificar que
se haga cualquier cosa contra la
gente que vive en el ghetto de Gaza, a pesar de la abrumadora evidencia de que
la mayoría de las víctimas (como Michael Brown en Ferguson) estaban desarmadas.
Pero la evidencia material y los argumentos racionales nunca son suficientes
para persuadir a aquellos que sienten el miedo en sus entrañas. Lo que es
aterrador sobre los palestinos, como Ben Stein dijo en el caso de Missouri, es su misma existencia, “su ser
atemorizante,” que los “arma” con un “increíble” poder: el poder de inculcar
miedo en los poderosos. Igual que los zombies; o los “indios.”
Hace décadas, Gilles Deleuze y Elías Sanbar usaron la acertada frase “Los indios dePalestina” para nombrar a la situación colonial impuesta por el estado de
Israel sobre el pueblo nativo de Palestina. Pero los palestinos se volvieron
los “indios” de Israel no simplemente porque fueron desposeídos por colonos
sino también porque, como parte de este proceso (como con los “indios” de las
Américas), se volvieron los perfectos salvajes asesinables. A los ojos de
la mayoría de la opinión pública en Israel, “los árabes” (el término con el que
los palestinos son reificados y exotizados) han sido posicionados como indios
irracionales que amenazan un reluciente puesto de avanzada de la civilización.
Ellos son por ende matables con impunidad y sin culpa. Como si fuesen zombies.
Después de todo, como argumenté en una entrada previa (World Revolution Z), la
horda zombie que en Guerra Mundial Z
carga contra el Muro Israelí de Separación (y que las tropas israelitas tratan sin
éxito de masacrar) es una horda zombie palestina que viene de los territorios
ocupados. Los hombres afro-americanos en los Estados Unidos también son tratados
como si fuesen zombies (o indios salvajes). Cuando gente blanca de Ferguson organizó
una manifestación de apoyo al policía que ejecutó a Michael Brown, se organizó
una contra-protesta de gente mayoritariamente afro-americana que empezó a
cantar “manos arriba, ¡no disparen!” El grupo de manifestantes a favor de la policía,
que minutos antes había estruendosamente negado ser racistas, respondió con un desconcertantemente
transparente “¡disparen! ¡disparen! “¡disparen! ¡disparen!” David Gershon
escribió (acá) sobre este incidente: “A veces hay momentos que son tan crudos que
tienen el poder de encapsular una verdad desagradable (an ugly truth) en un solo instante. Este es uno de esos momentos.”
La verdad desagradable revelada por esos llamados entusiastas a aniquilar a gente
desarmada es también evidenciada por quienes se muestran indiferentes ante el asesinato
de cientos de niños en Gaza por parte del estado de Israel. A pesar de las obvias
diferencias entre ambos casos, estos eventos de violencia sacan a la luz algo
sobre lo que vale la pena reflexionar sobre los campos de fuerza afectivos que
definen al orden mundial: que gente normalmente respetuosa de las leyes
puede condenar con indignación el asesinato de seres humanos,
excepto cuando involucra cuerpos rebeldes y aterradores que merecen ser aniquilados ‒como esos
zombies masacrados en Guerra Mundial Z.
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