El sudeste de la provincia de Salta en torno a Las Lajitas es el epicentro del boom sojero en el norte argentino y el escenario de una de las más dramáticas transformaciones espaciales que se han dado en las últimas décadas en el Cono Sur. El pueblo está rodeado de vastos campos similares a los de la llanura pampeana y trabajados por maquinarias agrícolas de última generación, muchas de ellas automatizadas. Las camionetas doble cabina último modelo son una presencia recurrente en las rutas y estaciones de servicio. Los enormes silos manejados por Bunge, Olmedo Agropecuaria o Noble Argentina en Las Lajitas y Piquete Cabado son las estructuras más grandes de toda la región y la materialización del modelo de agricultura industrial que ha colonizado su espacio. Para los apologistas de la soja en la zona, la mayoría de ellos venidos “del sur” (Rosario, Buenos Aires), éste es el tipo de espacio que define al desarrollo y al progreso.
Pero
éste es un paisaje que esconde los escombros de una geografía destruida a
fuerza de desalojos, topadoras y quemazones. La gente criolla que ha vivido en la
región por generaciones en base a una ganadería de monte conoce mejor que nadie
el proceso de expropiación y devastación que creó a esos campos. Si bien los
desmontes alrededor de Las Lajitas comenzaron en la década de 1970, se
intensificaron con la introducción de la soja transgénica de Monsanto en 1996 y
sobre todo con la devaluación de 2002, que creó condiciones favorables para la
exportación de soja. La aceleración de los desmontes por topadoras que
trituraban millones de árboles a los que luego se les prendía fuego hizo que el
umbral al Chaco salteño pareciera por momentos, como recordaba un amigo activista,
“una zona de guerra”. Columnas de humo se elevaban en varios lugares en el
horizonte, marcando que la creación de campos de soja requería la reducción a
cenizas de los densos montes que cubrían la región, de sus abigarradas formas
de vida animal y vegetal, y de los hogares y corrales de familias criollas que
había definido a esta región como uno de los bastiones de la “cultura gaucha”
de Salta.
Hace
unos días, me reencontré en Joaquín V. González, al sur de Las Lajitas, con una
familia con la que entablé amistad en mis previas visitas a la región, gente criolla
que se crió cuidando ganado en el monte. Estábamos hablando sobre los campos
que hoy dominan el paisaje entre González y Las Lajitas y Juan, un hombre de 35
años, me dijo: “Es todo campo. Es una desolación”. La contundencia de su descripción
de lo que para él significan esos campos me impresionó. Poco después, mencioné nuestra
visita, años atrás, a un lugar conocido como “Los Indiecitos” y que los
criollos de la zona veneraban como fuente de poderes milagrosos, en una zona
entonces resguardada de desmontes. El lugar consistía en dos tumbas muy modestas,
donde descansaban los restos de niños indígenas muertos en un pasado distante,
ubicadas en un pequeño monte donde la gente dejaba ofrendas de velas y botellas
de agua para pedirles milagros. Cuando mencioné a “Los Indiecitos”, la madre de
Juan, que estaba con nosotros, suspiró un “uh” que sonó como un lamento. “Ya no
queda nada”, me dijo con un dejo de tristeza mientras sacudía la cabeza. “Han
desmontado todo”. Las topadoras habían arrasado con las tumbas al igual que lo
han hecho con pequeños cementerios rurales cuyos escombros de huesos son hoy parte
de los campos de soja. Los desmontes, en otras palabras, han destruido además
de bosques y hogares una infinidad de otros lugares cargados de afectos y significados.
El padre de Juan agregó, indignado: “Los desmontes van a dejar un desierto”.
“El
desierto” ha sido uno de los tópicos favoritos de las elites argentinas desde
Sarmiento, que han repetido hasta el cansancio que su objetivo ha sido colonizar
y modernizar “el desierto” del Chaco y la Patagonia. A principios del siglo
XXI, el desierto a conquistar por los agronegocios es el de los últimos lugares
criollos e indígenas del Chaco argentino. A los empresarios que hacen fortunas
con la soja les gusta repetir que ellos han traído desarrollo donde antes “no
había nada”: la “nada” de bosques rebosantes de vida vegetal y animal y de
formas subalternas de vida colectiva que no registran como valiosas en la
sensibilidad burguesa, que ve al espacio como algo abstracto, cuantificable y
apropiable. La gente criolla del sudeste de Salta revierte estos imaginarios de
clase para resaltar que “la conquista del desierto” hecha en nombre de la soja ha
creado un nuevo tipo de desierto. Y este “desierto” es más que una alegoría de
la desolación social creada por los desmontes. En días de viento, el cielo de
la zona sojera salteña se tiñe de un tono marrón, el resultado de las miles de
toneladas de tierra barridas y esparcidas por el viento. Los trastornos respiratorios
y las alergias son hoy en día parte de la vida cotidiana en la región. La gente
concuerda que estas polvaredas y los fuertes vientos no existían cuando la zona
estaba cubierta de monte. En General Pizarro al norte de Las Lajitas, donde los
desmontes masivos han sido más recientes, las calles están permanente cubiertas
de una arenilla rojiza que crea la sensación de que el pueblo está rodeado, efectivamente, de
un desierto.
La
desolación de los campos de soja se expresa también en el tipo de vida que crece
en su seno. Un rasgo definitorio de los agronegocios es que su alta
mecanización requiere muy poca mano de obra. El manejar por la ruta provincial 5
al norte y al sur de Las Lajitas es encontrarse con campos que se sienten
socialmente vacíos, pues en ellos vive muy poca gente y casi no hay viviendas. Estos
campos son regularmente rociados del veneno fabricado por Monsanto para matar
cualquier tipo de forma viviente que atente contra el crecimiento de las plantas
de soja, modificadas genéticamente por Monsanto para resistir sus herbicidas
y pesticidas. Los agronegocios son por ello un proyecto de
administración geográfica que buscan limitar a través de la saturación química del
espacio que lo único que crezca en vastas extensiones sea una sola forma de vida: en este caso, la soja patentada por Monsanto. Al igual que
en el resto de la Argentina sojera, en la zona se escuchan historias, en
general contadas en voz baja, sobre el aumento de casos de cáncer, sobre personas
fumigadas por aviones “como si fueran moscas” y de la “deriva” del veneno hacia
los pueblos debido a los vientos.
En
los comedores de las estaciones de servicio de la región, muchas veces almuerzo
o tomo un café al lado de mesas llenas de hombres que se acaban de bajar de camionetas
doble cabina. La mayoría tiene acento rosarino o porteño; por lo general no
hablan de otra cosa, entre ellos o en sus teléfonos celulares, que de las
vicisitudes del cultivo y el mercado de la soja. En Las Lajitas he conversado con
varios de ellos. Si hay algo que los define es su indiferencia por esos
paisajes desolados donde para ellos antes no había nada.
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